Cuando llueve en Antioquía, las calles se llenan de barro y sobre las carreteras se forman inmensos charcos que impiden avistar los enormes socavones en el asfalto, dañado por el terremoto y el trasiego de camiones y excavadoras que trabajan en la demolición y desescombro de la ciudad. Cuando no llueve, es peor. Las partículas de lo que una vez fueron casas, negocios, monumentos flotan en el ambiente, cubriendo todo de una capa de polvo. Las plantas y los árboles que adornaban la ciudad adquieren un tono grisáceo. Hay días en que, desde las montañas que la rodean, es posible percibir una nube artificial flotando sobre la capital de la provincia de Hatay, la más afectada por el seísmo, que, este martes hace un año, dejó más de 60.000 muertos y más de tres millones de personas sin hogar en el sur de Turquía y el norte de Siria.
“Ahora con las lluvias estamos mejor, si no, el aire arrastra mucho polvo”, se queja Baris, un adolescente que habita en una casa-contenedor de un campamento creado por el Gobierno en Samandag, localidad al sur de Antioquía, en la desembocadura del Orontes. Allí, justo donde las aguas del río se abren al mar Mediterráneo, hay una inmensa escombrera donde se han depositado los restos de los edificios derrumbados durante el terremoto y demolidos tras este. Son colinas de más de 10 metros de altura, formadas por cascotes de cemento, varillas de metal, trozos de madera y hasta algunas prendas de ropa. En su cima, apelmazados por el paso de la maquinaria, los restos de antiguos hogares son apenas arenilla que las ráfagas de aire se llevan fácilmente. En la parte baja, dos excavadoras y varios operarios remueven de nuevo los escombros, pues las autoridades les han dado una concesión para encontrar metal que luego venden como chatarra.
La normativa de seguridad indica que, antes de demoler un edificio, se deben retirar los materiales que pueden contener sustancias tóxicas: amianto en tejados antiguos y material de aislamiento, plomo en cañerías, mercurio en fluorescentes y aparatos electrónicos… Pero el área afectada por el terremoto es tan vasta (mayor que todo Portugal), la destrucción tan grande (680.000 viviendas y 170.000 locales comerciales, industriales y agrícolas) y la necesidad de construir nuevas viviendas tan perentoria que las autoridades han dado prioridad a la rapidez frente a la seguridad.
Según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el terremoto ha originado 100 millones de metros cúbicos de escombros, 10 veces más que el terremoto de Haití de 2010. Y para su manejo apenas se utilizan mangueras ni sistema de riego —que reducirían la elevación de partículas al aire— ni los operarios usan las preceptivas mascarillas, “lo que supone un riesgo para la salud pública”, según un informe de la ONG Support to Life.
El Gobierno asegura que ya se ha completado el 91% de las demoliciones y la retirada de escombros, pero “la exposición [a materiales peligrosos] no ha concluido”, se queja Sevdar Yilmaz, presidente del Colegio de Médicos de Hatay: “Los desechos se están vertiendo cerca de fuentes de agua, de cultivos, de zonas habitadas. En cuanto sople un poco de viento, volverá a levantarse polvo”.
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Durante el otoño, la Unión de Médicos de Turquía (TTB) junto a la Plataforma por el Derecho al Aire Limpio llevó a cabo mediciones en varios puntos de las provincias afectadas por el terremoto (ciudades formadas por contenedores, campos de cultivo, centros de las localidades). En más de un tercio de las muestras recogidas en Antioquía y Kahramanmaras, y en una décima parte de las recogidas en Elbistan y Adiyaman, se halló amianto, un material cuya inhalación puede provocar diversos cánceres de pulmón. “A medio plazo, veremos un incremento en las enfermedades respiratorias y los cánceres, y se reducirá la esperanza de vida de la gente de la región”, sentencia Yilmaz.
La huerta de Turquía
El terremoto y los escombros no han dañado únicamente la salud de las personas. Las provincias afectadas son responsables del 20% de la producción de alimentos en Turquía, especialmente la llanura de la provincia de Hatay, cuyos suelos de aluvión —tan peligrosos para asentar edificios— son muy fértiles para la agricultura. “Más de un tercio de la población de estas provincias vive de la agricultura”, señaló la Agencia de la ONU para la Alimentación y Agricultura (FAO): “Un balance inicial indica que la agricultura ha sufrido un duro impacto, valorado en 1.300 millones de dólares en daños [a la infraestructura agrícola] y 5.100 millones de dólares en pérdidas [por la pérdida de cosechas y el aumento de precios de alimentos que supone]”.
“Este año la producción ha sido menor, porque el terremoto ha dañado los pozos y los acuíferos”, afirma Mehmet, un vendedor de salça (pasta de tomate o pimiento concentrado) del mercado de Antioquía. “Los olivos también han producido menos, por el polvo”, apunta Orhan, que vende aceitunas. También se han visto afectadas por el terremoto la producción de tabaco y la de albaricoques, principales productos agrícolas de las provincias de Adiyaman y Malatya, respectivamente.
Más al sur, en Samandag, la producción de cítricos ha sido apabullante. Y, sin embargo, la mayoría de las mandarinas se pudre en los árboles o sobre el suelo de los huertos. “Es la ruina”, lamenta Hussein, un productor. Le ofrecen tan poco dinero por sus cítricos que no le renta pagar por recogerlos. La razón, explica Trifon Yumurta, un párroco local, es que las empresas que les compraban para exportar a Rusia, Rumania y otros países no han aparecido este año: “Quizás tienen miedo a venir a la zona del terremoto”.
La imagen de árboles preñados de fruta sin recoger en Samandag contrasta con la situación en los campamentos de damnificados pocas decenas de kilómetros al norte. Según un estudio de TTB, la mayor parte de los niños no tienen acceso a una alimentación adecuada en las ciudades-contenedor, consumen menos fruta y mucha menos carne y pescado de lo recomendable. La consecuencia es que más de un 10% de los niños menores de dos años presentan síntomas de malnutrición, con pesos y alturas sensiblemente menores a la media. Esto se debe a que, más allá de las ayudas de entre 100 y 150 euros al mes que reciben del Estado, más de la mitad de las familias carecen de ingresos regulares y tres cuartas partes no cuentan con un empleo estable, así como a las dificultades para acceder a los alimentos en una ciudad como Antioquía, donde muchos establecimientos continúan cerrados.
En los campamentos son habituales problemas cutáneos como la sarna y afecciones estomacales, todos ellos derivados del hacinamiento y de la dificultad para mantener la higiene. La TTB asegura haber encontrado E. coli y otras bacterias que pueden resultar dañinas en el agua corriente de Antioquía. El Gobierno central y municipal han desmentido este punto, si bien no se han atrevido a decir con claridad si el agua de la ciudad se puede consumir o no. “Tanto el terremoto como los trabajos de las excavadoras y máquinas pesadas han dañado los sistemas de canalización y alcantarillado, y eso puede provocar la mezcla de agua potable con aguas fecales”, explica Yilmaz.
Los médicos que quedan en la zona no dan abasto. El sistema de salud se desmoronó durante el seísmo y, aunque tres hospitales de Antioquía han sido reconstruidos, el número de camas disponibles es de 1.300, la mitad que antes del seísmo. Tampoco se ha podido reconstituir la atención primaria: los 66 centros de que disponía la ciudad siguen cerrados y falta casi la mitad del personal médico porque murió, resultó herido o ha emigrado. “Los niveles de vacunación entre los niños se han desplomado del 98% a menos de la mitad. Y lo que temíamos desde hace tiempo ha comenzado a suceder: en Kirikhan [otra localidad de la provincia de Hatay] hemos detectado un brote de hepatitis A con al menos 40 casos”, lamenta el jefe del colegio de médicos.
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