Dejó escrito Franz Schubert que nunca conocemos al otro. Por mucho que creamos saber cómo son y cómo sienten aquellos que no son más íntimos, debemos conformarnos con pasar a su lado y acompañarlos un rato, sin entender jamás su misterio. David Cornwell dijo algo parecido en Volar en círculos, un documental que se acaba de estrenar: por mucho que indaguemos en una persona, debemos conformarnos con arañar su superficie. Cuando nos ponemos en su lugar, tan solo proyectamos nuestra personalidad en la suya. Y si Cornwell —que se ha pasado la vida entendiendo a los demás, primero como espía y luego como novelista bajo el nombre de John Le Carré— piensa así, los demás debemos resignarnos del todo. Quien crea que conoce a alguien es un presuntuoso o un insensato.
Pero el engaño es tan dulce que se entiende que millones de personas —me incluyo— hayamos recibido la noticia de la muerte de Matthew Perry como si fuera la de un amigo. Quizá seamos pretenciosos e insensatos, pero la pena es genuina y hasta legítima. No entendemos ni podremos entender su tragedia, su desnorte, sus infiernos sucesivos ni sus soledades. Tan solo podemos especular, proyectando nuestros pequeños infiernos y nuestras soledades particulares en las suyas, y seguramente nos equivocaremos monstruosamente. Yo el primero.
No es gratuito citar a Schubert y a Le Carré en este recuerdo a un actor. Schubert es el compositor de las obras inacabadas y representa lo que se agosta en la plenitud, lo que brota pero no florece. Le Carré es quien nos enseñó que la vida entera era una actuación, que nadie se camufla mejor que a plena luz del día y que con las ficciones se dicen más verdades que escribiendo con la mano en el corazón.
Matthew Perry tiene un poco de ambas cosas. Fue el casi-gran-actor que nunca llegó a ser, pese a estar armado de talento sobrado para superar a Chandler Bing. Por lo que vimos, tenía tantas dotes como Jennifer Aniston para levantar una carrera dramática. De todo el elenco de Friends, eran los únicos actores con esa capacidad. Aniston lo hizo jugando con su propio mito, pero Perry no supo o no tuvo fuerzas para hacerlo. Digamos que Aniston no mató a Rachel Green: la metabolizó, se la llevó con ella a todas partes con una naturalidad que impedía que el personaje la dominase. Perry tenía una relación más neurótica con Chandler y no supo conllevarse con él.
Chistes a ritmo fordista
Ya en Friends le costaba cargar con él. La exigencia de ser gracioso todo el tiempo le destruyó. Si hacía un chiste y nadie se reía o no se reían con el entusiasmo debido, Perry se hundía, según su propia confesión, y se atiborraba de drogas y de alcohol para mantener el ritmo fordista de producción de chistes. Se aprecia en las tomas falsas de los rodajes de la serie: Matthew Perry es el único actor que sigue haciendo chistes cuando han gritado corten. No soporta el silencio ni la rutina. Prefería descolocar a sus compañeros y estropear una toma haciendo una broma sobre cacas.
Quizá la neurosis y la fragilidad de Chandler estaban también en Perry. Quién sabe si se la aportó el actor al personaje o fue el personaje quien le contagió su destemple y su manera de huir hacia adelante, recurriendo a la gamberrada para eludir la devastación de los sentimientos reales.
Fue hermoso —todo un acierto narrativo y un raro ejemplo de elegancia en una televisión que ordeña a las burras hasta que revientan— que Friends se cerrase con los personajes de Chandler y Monica mudándose a una vida adulta que quedó fuera de cuadro. Hay motivos para sospechar que el destino del personaje de Chandler hubiera sido parecido al de Perry. Chandler sobrevive mientras la cosa consiste en reír y tener patos por mascota, pero que se derrumba el día que descubre, como los versos sobados de Gil de Biedma, que la vida iba en serio. Chandler hizo mutis antes de que la comedia se convirtiera en tragedia, pero, como en las tragedias clásicas, llevaba el destino en el gesto.
Y esto, cómo no, es una especulación sin fundamento. Quién sabe qué sufrió el pobre Perry y cómo se dejó destruir por la fama hiperbólica, pero esa misma fama hiperbólica produce ahora un sentimiento hiperbólico de tristeza. Medio mundo (los que tuvieron edad para ver Friends, claro, a los jóvenes esto les da igual) llora hoy la muerte de su amigo Chandler. Y por hiperbólico que sea el llanto, este es real, como reales fueron las risas de sus chistes y real fue el cariño que le tuvimos. Por qué nos pasa eso, por qué sentimos ese apego por personajes que sabemos ficticios encarnados por actores cuya vida nos es completamente ajena, es otro misterio. De él vivimos algunos. Otros, como Perry, también acaban muriendo en él.
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