Rishi Sunak ha logrado sobrevivir políticamente, al menos hasta que pasen las Navidades y el Año Nuevo. Su ley de Ruanda ha sido aprobada este martes en la Cámara de los Comunes en primera lectura, por 313 a favor y 269 en contra. Por tanto, su tramitación seguirá adelante. El ala dura del Partido Conservador, convencida de que el texto legal no cierra suficientemente las posibilidades de que un inmigrante reclame ante los tribunales por su deportación, ha preferido envainar la espada y no propinar al Gobierno una derrota que habría sido letal y definitiva. Mantienen, sin embargo, la amenaza de seguir poniendo en riesgo el texto durante su recorrido legislativo, y de modificarlo para ajustarlo más a sus exigencias.
A la vez, los moderados tories han respaldado a Sunak con la nariz tapada, con la condición de que no se endurezca más una ley que ya representa, para ellos, un golpe a la credibilidad internacional del Reino Unido por violar la legalidad internacional.
Lo expresaba mejor que nadie el diputado Bob Neill, que preside la Comisión de Justicia del Parlamento. Horas antes de la votación, sus miembros habían publicado un análisis jurídico muy crítico con el texto legal del Gobierno, que impone a los tribunales la obligación de rechazar cualquier recurso de un inmigrante que vaya a ser deportado, salvo casos excepcionales de “amenaza seria y grave” a su “libertad o integridad” que sea claramente demostrable. La ley, según pretende Downing Street, declara a Ruanda “un tercer país seguro” y cercena, por tanto, la posibilidad de que ningún inmigrante cuestione ante un tribunal esa realidad.
“Todo lo lejos que podría”
“Después de muchas dudas y reflexión, apoyaré hoy esta ley”, anunciaba Neill. “Han sido dudas reales, porque según mi opinión va todo lo lejos que constitucionalmente podría… Si sufre algún cambio, y se elimina de su contenido cualquiera de las salvaguardas legales que hoy contiene, dejaré de apoyarla. Porque eso querría decir que algunos habrían presionado para llevarla hasta límites inaceptables, y, bajo mi criterio, contrarios al espíritu conservador”, decía el diputado, abogado de profesión y con años de experiencia política a sus espaldas.
Neill señalaba con sus palabras la cruda realidad: Sunak había salvado el pellejo a cambio de prometer a los más extremistas de su partido, siquiera con cierta ambigüedad, que tendrían la posibilidad de enmendar la ley a lo largo del trámite parlamentario. El ala dura de los tories no ceja en su empeño de eliminar del marco político y jurídico del Reino Unido todo lo que huela a Europa. Y para ellos, el principal obstáculo a la hora de sacar adelante la política de deportaciones a Ruanda es la Convención Europea de Derechos Humanos —firmada por el Reino Unido en 1951— y su aplicación por el Tribunal de Estrasburgo. Quieren que el Gobierno se desvincule completamente de esas instituciones. Y Sunak, a pesar de haber impulsado un texto que muchas organizaciones humanitarias consideran ya suficientemente cruel y draconiano, todavía no parece dispuesto a franquear esa última barrera. Entre otras cosas, ha defendido su equipo, porque el propio Gobierno de Kigali se descolgaría de un tratado que contemplase la desobediencia explícita de la legalidad internacional.
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De momento, porque los portavoces de Sunak jugaban este mismo martes con cierta ambigüedad, y abrían la puerta a enmiendas de la ley en las semanas venideras. “Hay aspectos de la ley que no tienen que ver específicamente con la legalidad internacional, y no descartamos tomar en consideración las sugerencias futuras que puedan hacer los diputados. La conversación sigue abierta”, decían.
Hay una sensación general de que Sunak pedalea en el aire, en un intento de salvar una ley a la que ha atado su propio futuro político y que tiene pocas probabilidades de prosperar. Como la manta corta que deja los pies desnudos a cambio de cubrir el pecho, cualquier intento de contentar a los más intransigentes irritará a los moderados. Y ambos tienen fuerza parlamentaria para descarrilar la tramitación. Como mucho, el primer ministro ha ganado algo de tiempo. Y para sus principales críticos, que han decidido votar en contra del texto —o abstenerse— este mismo martes, solo un cambio radical puede salvar una medida que para ellos se ha mostrado inútil desde un principio.
“Nunca pondré por delante de los intereses de mis votantes una serie de nociones de derecho internacional muy discutibles. O por delante de cuestiones vitales para la nación como la seguridad de sus fronteras. Esta ley puede ser mucho mejor. Hagamos que sea mejor y que funcione”, decía en su discurso parlamentario Robert Jenrick, el ex secretario de Estado de Inmigración que, con su dimisión la semana pasada, activó todas las alarmas e indicó a Sunak que se enfrentaba a una rebelión en toda regla, muy similar en su revuelo y ruido a las que surgían de modo habitual durante los peores años del debate en torno al Brexit.
Al final, todo gira en torno a lo mismo. El Reino Unido votó su salida de la UE bajo el eslogan Take Back Control (Recuperemos el Control), y muchos entendieron que gran parte de ese control hacía referencia a las fronteras. El Brexit ya es una realidad, pero los euroescépticos y el sector más reaccionario del Partido Conservador siguen buscando el enemigo externo que justifique la negligencia demostrada hasta la fecha por los sucesivos gobiernos tories para gestionar un problema, la inmigración irregular, que, muy a su pesar, afrontan también muchos países de la UE.
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